martes, 20 de noviembre de 2007

Ejercicio nº 7

Cada vez se me hace más corto el intervalo entre martes y martes y, consecuentemente, cada vez se me echa más encima la resolución de los enunciados de la Escuela de Letras. Pero al final lo consigo hacer, más o menos decentemente.
La tarea de hoy consistía en hacer la descripción de un trayecto cualquiera. De nuevo, se nos pedía que initentáramos no mostrar de manera explícita la conciencia del narrador: ésta debería emerger de la descripción puramente física del trayecto.
Sigo pensando que es imposible hacer una descripción puramente física de algo y lograr transmitir un sentimiento. Es más, considero ese requisito de "objetividad" como algo inalcanzable para cualquier persona puesto que no somos objetos sino sujetos. Pero puestos a hacer un ejercicio que yo no he elegido, tengo que decir que realmente he tratado de ser lo más "objetiva" posible.
Está bien como ejercicio puramente retórico, pero se pueden contar con los dedos de una mano los autores de prestigio que hacen descripciones de este tipo en sus obras.
I'm just saying...


El vagón de metro huele a sudor antiguo y colonia recién echada a partes iguales.
Las estaciones de piedra fría se suceden tras los cristales rallados de las ventanillas. El negro de los túneles y de nuevo la claridad fría de las luces de neón. Estación, túnel. Estación. Túnel.
El roce de los vagones con las vías retumba en la oscuridad, ahogando la música en el MP3, el llanto del niño y la risa de la anciana.
En el centro del vagón, un maletín de esquinas metálicas se clava en la palma de una mano joven y blanca.
De pronto, el olor a tierra mojada de una mañana de otoño entra en el vagón. Se hace la música desde un acordeón gastado que se abre paso entre abrigos y miradas.
Y al ritmo de la música aparece por encima del maletín de las esquinas de metal una cara cansada que sonríe y la anciana ríe más fuerte y enseña los dientes y el joven apaga el MP3 y deja que los auriculares se balanceen a los dos lados de su cuello mientras tararea por lo bajo la nueva melodía.
Y el niño ya no llora, baila. Y los pies de los que le miran se mueven siguiendo su ritmo.
Y al acabar la canción, el mulato pasa el monedero y tres personas echan unos céntimos y cuando el músico abandona el escenario, un tímido aplauso va creciendo desde el fondo del vagón encendiendo sonrisas en las caras grises.
Al bajar del vagón, el artista se gira y los que están más cerca de la puerta pueden ver que hay un brillo en sus ojos que antes no estaba.
Y las puertas se cierran y el aplauso se pierde. Y el músico saca el pañuelo, se seca los ojos y se sienta a esperar al próximo tren mientras cuenta las monedas y las echa de una en una al gastado bolsillo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

muy lindo, como todo lo que escribes

Mei dijo...

mil gracias, darling!
(L)